El 19 de este mes triunfó el ultraderechista Javier Milei en las elecciones presidenciales. Como ferviente partidario de la escuela austríaca de economía y recalcitrante neoliberal, propone reducir el gasto público en 15% del PIB, reducir impuestos en 90%, y eliminar ocho ministerios para tener un gobierno más pequeño y barato, medidas características de la derecha, partidaria de un Estado débil y obsecuente frente al poder de los grandes empresarios. Naturalmente, estos apoyaron a Milei. Destaca el expresidente Mauricio Macri (uno de los veinte hombres más ricos del país), cuyo respaldo fue decisivo en la recta final y quien tendrá un considerable peso en el nuevo gobierno. Así pues, con Milei no hay tal cambio, como se presume, sino un retorno triunfal del gran capital en una versión ultraderechista con ribetes más agresivos y disparatados.
A simple vista Milei pareciera solo un personaje estrafalario (armado de una motosierra), gritando como alienado; pero no nos engañemos, atrás de sus desplantes, está el gran capital que clama por sus fueros. No es casual que, luego de las elecciones, las acciones de empresas argentinas en Wall Street se fueran al alza; tampoco lo es que el magnate Donald Trump expresara su inmediata y entusiasta felicitación y declarara “sentirse muy orgulloso de Milei” (igual que de López Obrador). En fin, Jair Bolsonaro será invitado de honor a la ceremonia de investidura.
Milei se hace llamar “libertario” y “anarcocapitalista”; pero cualquier cosa que eso signifique para él, en buen castellano es el individualismo capitalista que reclama para sí el poder total frente al Estado, al que considera enemigo. “Todo lo que pueda estar en las manos del sector privado, dijo Milei, va a estar en manos del sector privado”, incluyendo la petrolera paraestatal YPF; ofreció también la total desregulación económica (suprimir toda restricción institucional a la acumulación del capital); también la dolarización de la economía y la eliminación del Banco Central, con lo que la política monetaria será establecida abiertamente desde Washington. En fin, afirma en sus desplantes que el cambio climático es “un invento de los comunistas” que no merece atención.
Sus aliados estratégicos declarados son Estados Unidos e Israel, primeros países que visitará: el sionismo y el fascismo norteamericano. Prometió cortar relaciones con Brasil, Rusia y China, cuando ambos son sus principales socios comerciales: receptores de un tercio de las exportaciones argentinas. Además, varias de sus propuestas parecieran de difícil ejecución, toda vez que en el Congreso Milei está en franca minoría.
¿Pero por qué el pueblo argentino votó por la ultraderecha? Desde mi punto de vista, primero por la labor de zapa de la ultraderecha, el imperio y los grandes empresarios; segundo, porque estos han aprovechado la insatisfacción de los pobres y clases medias, su desencanto ante el desempeño de la izquierda kirchnerista y peronista en el poder: la inflación es de 140% anual. “La pobreza creció cinco puntos durante el Gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) y casi cinco más durante el Gobierno de Alberto Fernández. Suponen más de cuatro millones de nuevos pobres. ‘Se trata de clases medias-bajas que caen en la pobreza y están muy enojadas y fastidiadas” (Observatorio de la deuda social argentina, Universidad Católica Argentina, El País, 28 de septiembre de 2023).
Aunque es lugar común decir que la historia se repite, primero como tragedia y luego como comedia, recordemos que el ascenso de Hitler al poder en 1933, no solo se explica porque lo promovían los grandes banqueros e industriales alemanes, sino también por las inconsistencias e indefiniciones de la República de Weimar encabezada por los socialdemócratas, que no respondió a las necesidades sociales y no supo ejercer el poder que le había sido otorgado ni controlar la crisis que aquejaba al pueblo.
Mas el caso que nos ocupa no constituye un “descuido” fortuito de la izquierda argentina. Lo ocurrido muestra la insuficiencia más general, regional, de un modelo de izquierda que no alcanza aún a satisfacer plenamente las expectativas que las clases trabajadoras depositan en ella cuando votan; con no poca frecuencia, gobiernos de izquierda terminan nadando entre dos aguas, queriendo quedar bien a la vez con Dios y con el diablo. Al tiempo que se intenta sinceramente apoyar a los pobres, se contemporiza con el desaforado enriquecimiento de los ricos y el aumento en la pobreza, algo incompatible. Ciertamente hay casos excepcionales de revoluciones populares más consolidadas y profundas, como en Cuba, Venezuela y Nicaragua; por eso son atacadas por el imperio y sus voceros. Nada menos este lunes Jorge G. Castañeda se expresó así: “y ya ni hablemos de los tres dictadores: Díaz-Canel, Maduro y Ortega”.
Los retrocesos se suceden en un ciclo vicioso. En Ecuador, en 2017 Fernando Correa designó sucesor a Lenín Moreno, quien ganó las elecciones presidenciales por la Alianza PAIS, y nada más llegando traicionó a su mentor, echó por tierra las medidas populares que Correa había instrumentado y adoptó el credo neoliberal. En Bolivia Evo Morales se vio obligado a renunciar ante un golpe de Estado el 10 de noviembre de 2019, luego de 13 años en el poder; no fue suficiente el apoyo popular en su defensa. En Brasil, en 2019 el Partido del Trabajo perdió el poder a manos de Jair Bolsonaro. En Uruguay, el Frente Amplio de José Mujica, que gobernaba desde 2005, fue derrotado en 2019 por el derechista Luis Lacalle Pou –hijo del expresidente Luis Alberto Lacalle. El año pasado, en Perú, Pedro Castillo fue derrocado por un golpe de Estado de los neoliberales; tampoco hubo un apoyo popular suficiente (como sí se vio, en contraste, cuando en abril de 2002 un golpe de Estado contra Hugo Chávez fracasó frente al firme respaldo social que sostuvo al presidente).
Con todo el respeto que merecen los partidos de izquierda que han gobernado en Latinoamérica –porque están integrados por luchadores sociales–, y sin pretender dar lecciones a nadie, me permito opinar que sus retrocesos obedecen, fundamentalmente, a que desde la caída de la Unión Soviética muchos abandonaron el marxismo como concepción del mundo y guía de su acción, considerándolo dogmático, obsoleto y demasiado “radical”; un grave error que ha conducido a los recurrentes reveses de la izquierda que, en sus titubeos e indefiniciones, no consigue conquistar firmemente el apoyo sostenido de las masas. Se abandonó la teoría de la lucha de clases y sus implicaciones prácticas, sustituyéndola por la conciliación de clase. Ser incluyentes, plurales, flexibles, son las virtudes teologales que buscan atraer el apoyo de sectores sociales más diversos, pero desatendiendo los intereses de los más pobres y quitando a estos la preeminencia que deben tener, y que, como es lógico, terminan mostrando su desencanto en las urnas, lamentablemente, restituyendo, en un movimiento pendular, a la derecha en el poder.
El problema de fondo, pienso, es olvidar que una política popular verdadera entraña, indefectiblemente, un enérgico y eficaz esfuerzo distributivo, lo cual, obviamente implica frenar la acumulación. Significa dar poder real al pueblo, alentarle a construir su propio partido que le capacite para defenderse él mismo. Todo esto irrita al capital, algo por lo demás inevitable. En el caso de Argentina, la derrota de la izquierda no es por ser de izquierda, sino precisamente por no aplicarse a fondo en su posición de izquierda, lo cual la uniría con la masa y le garantizaría su lealtad, sin la cual no puede haber cambio social verdadero y sustentable.
La solución, en mi opinión, es construir partidos proletarios con un claro perfil clasista, ideológica, política y programáticamente bien definidos; que concienticen a sus bases y les refrenden cotidianamente que son sus maestros y guías, de manera que, aunque se requieran alianzas, los más pobres no necesiten sacrificar en ellas sus intereses en aras de otros ajenos, que finalmente terminan imponiéndose o adquiriendo una influencia exagerada.
En fin, al diluirse la concepción marxista en otras variantes ideológicas ambiguas y eclécticas, muchos partidos de la izquierda latinoamericana han quedado condenados a padecer el tormento de Sísifo. Se impone, pues, una profunda reflexión en los liderazgos populares, con miras a recuperar como arma de lucha la única concepción del mundo que puede garantizar un éxito seguro y definitivo. La pobreza de millones y la necesidad de una solución definitiva así lo exigen.